La imponente horizontalidad de la gran Llanura Manchega es cerrada bruscamente en su vertiente noroeste-oeste, si se mira desde el sur, y por su vertiente suroeste si se mira desde La Mancha toledana al norte, por un relieve diametralmente opuesto, caracterizado por mostrarse acentuadamente irregular y accidentado. Hablamos de los Montes de Toledo, barrera montañosa que en su conjunto abarca fundamentalmente, con unos 350 kilómetros de longitud y hasta 100 de anchura, el noroeste y oeste de la provincia de Ciudad Real -recibiendo esas serranías ciudarrealeñas más occidentales también el nombre de Montes de Ciudad Real- y el suroeste de la de Toledo, con prolongaciones en el territorio extremeño más oriental.
Así pues, en el interior y centro de la Península Ibérica también nos encontramos con este otro notable y singular relieve, que, en este caso, además de delimitar la Llanura Manchega por el noroeste-oeste, parte en dos a la Submeseta Sur, configurándose en su vertiente norte la cuenca del Tajo y en la sur la del Guadiana, discurriendo ésta última, en su tramo inicial, en plena Mancha.
Este conjunto de sierras las llamamos Montes de Toledo porque durante muchísimo tiempo, desde la Edad Media hasta los procesos desamortizadores del siglo XIX, buena parte de ellas fueron propiedad de la ciudad de Toledo, la cual regía en su jurisdicción. La importancia y el interés que despiertan los Montes de Toledo son máximas a nivel peninsular e incluso europeo por sus cualidades geológicas, paleontológicas, paisajísticas, botánicas, faunísticas e incluso culturales.
Un relieve muy antiguo recorrido por trilobites y gusanos gigantes Para empezar, hablamos de una de las formaciones geológicas más antiguas a escala peninsular y europea, pues su origen se remonta a las fases del Cámbrico y del Ordovícico de la Era Primaria o Paleozoico, hace entre 600 y 400 millones de años. En su génesis, esta actual cadena montañosa era la sedimentación de un fondo marino que las orogenias caledónica, primero, y hercínica, después, hicieron aflorar al exterior, para después ser constantemente modelado durante las68 fases geológicas posteriores, en especial durante la Orogenia Alpina de la Era Secundaria o Mesozoico y luego durante las fases glaciares del Cuaternario.
Los principales materiales que los conforman son la roca cuarcita y la pizarra, así como areniscas y arcillas. Por ello, los Montes de Toledo son muy ricos en fósiles, sobre todo los provenientes de los seres vivos que poblaban aquel medio marino primigenio de entre hace 600 y 400 m.a. Así, en ellos abundan sobre todo fósiles de trilobites y sus huellas o sendas –“crucianas”- y de otro tipo de organismos vivos que vivían junto a ellos, como gusanos marinos, algunos de enorme tamaño. Incluso dentro de estos montes han llegado a nuestros días, y de nuevo relacionados con ese contexto marino, fósiles en este caso no asociados a organismo vivos y sí a fenómenos de la dinámica natural del paisaje, como es el modelado de las olas en la arena –“rizaduras de oleaje”-.
Un paisaje muy variado Resultado de millones y millones de años de erosión y modelado geológicos tras emerger de las aguas el bloque sedimentario marino original es que en la actualidad el paisaje general serrano de los Montes de Toledo se presenta enriquecedoramente variado e, incluso, contrastado, respondiendo a un relieve de tipo apalachense. Fundamentalmente, su paisaje está compuesto por dos formaciones básicas bien distintas, como son por un lado las zonas montañosas, conocidas como la sierra o el monte, y por otro los grandes valles y llanuras adyacentes y circundados por los anteriores, conocidos en su conjunto como la raña.
La zona de monte y sierra de los Montes de Toledo se presenta altamente desgastada y erosionada, lo que hace que sus cumbres no sean excesivamente altas, alcanzándose sus mayores cotas en puntos como el Pico de Las Villuercas o El Rocigalgo -1.603 y 1.447 metros de altitud, respectivamente-.
Dentro de estas sierras podremos diferenciar, según el grado, tipo y circunstancias de erosión y modelado, bien cumbres suaves, sinuosas y redondeadas, bien cumbres coronadas por farallones rocosos altamente escarpados, angostos y abruptos conocidos como “crestas cuarcíticas”, muchas de estas últimas llenas de admirable vistosidad y espectacularidad.